sábado, 10 de setembro de 2011

63- CAPÍTULO FINAL DE LA NOVELA "VIAJE DE ORFEO AL FIN DEL MUNDO"



Al atardecer del día siguiente, treinta ménades muy embriagadas, en pleno furor sagrado, armadas con tirsos y con palos, comandadas por una vengativa Aglaonice llena de cicatrices, invadieron de repente el campamento de Orfeo cuando  estaba empezando a tocar para un grupo de cinco muchachos.

-¡Orfeo, podrido pederasta mentiroso! –gritó Aglaonice colérica- ¡Ese es el amor fiel que le guardas a tu mujer, tan joven fallecida! ¡Como amas su recuerdo, desprecias a las mujeres hechas y derechas, pero te consuelas con los efebos! –avanzó hacia él golpeándolo fuertemente con el tirso en un hombro -¡Maricón! ¡Pervertido!- y lo golpeó otra vez, rompiéndole la lira que tenía entre las manos.
-¡Pederasta! ¡Corruptor de niños!- gritó la ancha Metis, lanzándole una gruesa piedra que le hirió en el cuello antes de que pudiese hablar para defenderse. Eso fue la señal para la manada, todas las ménades empezaron a recoger piedras y palos y a lanzárselos mientras lo insultaban. Los cinco efebos se perdieron corriendo, monte abajo, en distintas direcciones.

Orfeo, alcanzado por una piedra en plena cara, cayó de rodillas. De la cueva salió corriendo el joven mudito rubio, cruzó ante las desenfrenadas bacantes y se abrazó a él, queriendo protegerlo con su cuerpo. Aglaonice tomó un palo grueso de manos de otra ménade, se echó sobre él con rabia y le machacó la nuca. Cayó inmediatamente ante las rodillas de Orfeo.
-¡Eurídice!- gritó él, abrazándose con pasión al cadáver del efebo. Fue lo último que dijo; alcanzado en la cabeza por muchas piedras, se quedó tendido para siempre sobre su amante.


Aglaonice paró a las ménades con un alarido, extendiendo los brazos en aspas. Dejaron de caer piedras. Entonces avanzó hacia los muertos, con una lucidez súbita revelándosele en medio de las tinieblas de su furia vengadora. Apartó a un lado el cuerpo de Orfeo, volteó el del efebo y desgarró su túnica, que dejó al descubierto unos pechos femeninos apenas incipientes, como los de una niña. Luego, le levantó la túnica por abajo y se quedó lívida.

-¡Eurídice! -gritó- ¡Eurídice! ¡Eurídice! ¡Eurídice! -repitió, mientas examinaba el cuerpo por toda parte  con asombro total  -¡Eurídice! -repitió irguiéndose y dando vueltas sin sentido alrededor de los cadáveres sobre el suelo ensangrentado, lleno de piedras y palos, mientras las ménades empezaban a tocar sus instrumentos y a gritar ¡Evoé! sin entender su desvarío.

-¡Orfeo y Eurídice! -gritó ante los cuerpos, espantada- ¡Unidos por mí para siempre! -y de nuevo echó a correr despavorida, aullando como una loba loca montaña abajo, con su túnica revoloteando tras ella, alas fantasmales, al tiempo que las ménades comenzaban a bailar su danza salvaje, en la que despedazaban los cuerpos sacrificados.

El sol poniente volvía rojo todo el horizonte, cuyas nubes semejaban una puerta a través de la cual un par de estilizadas figuras, unidas por las manos, estuviesen ascendiendo juntas hacia lo alto.

                                                                                                                                                                                     Verano -Otoño 2003.
Revisado en 2013
Manuel Castelin
Cap de Creus, Finisterre, Vigo.
ESPAÑA

62 (8)- PASIÓN Y MAGIA

PASIÓN Y MAGIA

Deseaba poder contárselo todo a Metis, pero tanto ella como Hebe se hallaban profundamente dormidas en sus camas. Un grosero ronquido venía, de vez en cuando, de la estancia contigua, donde estaban tres efebos acostados, compartiendo un único camastro grande de paja. 



Se desnudó, metiéndose en la cama que le habían reservado, pero le fue imposible dormir. La luz de la luna filtrada, la excitación, los ronquidos. Dio mil vueltas, recordó muchas veces todo lo sucedido aquella noche, lloró, rió, se imaginó otras posibilidades, trató de acalmar su excitación acariciándose, como si fuera Orfeo quien la acariciara, pero sólo consiguió excitarse más.


Saltó de la cama, quiso beber, pero, en el último momento, dejó la jarra. Finalmente, abrió su zurrón y sacó de él el contenedor de la Divina Ambrosía, que había sido debidamente preparada, filtrada y consagrada por ella misma en la última bacanal.

Trazó mentalmente a su alrededor un círculo ritual de protección, se encomendó a Dionisio y tomó una dosis suficiente como para poder hacer su trabajo mágico.

Sentada en la  cabecera de la cama, manteniéndose en contacto con sus inseparables amuletos y talismanes, esperó a que la fuerza subiera, mientras dibujaba una escena animada en su imaginación.



Se imaginó erguida enfrente de su árbol de poder, y al árbol convertido en Orfeo. Amplió hasta él su círculo para englobarlo. Orfeo la miraba ahora, como despertando de un mal sueño, desnudo y atado al árbol con mil nudos.
La miraba como si fuese la primera vez y reconocía en ella todas las cualidades y formas que amaba en su esposa muerta. Ella no sabía como eran, pero la Luna sí, la Luna todo lo sabe. Los rayos de la Diosa descendían sobre ella y la adornaban con la apariencia de Eurídice. Bañada en resplandores lunares, se imaginó a Orfeo viendo a Eurídice en ella. Consciente de su poder, se abrazó mentalmente a su árbol, como tantas otras veces, fundiéndose con él.
Se vio a sí misma envuelta en una ligera túnica, transfigurada entre velos de plata, cruzando, ligera como una luciérnaga, el sendero ascendente que separaba la casa de huéspedes de la cueva de Orfeo, llegando a la puerta, transponiéndola, rebasando con cuidado el cuartito que había junto a la cocina, para no despertar al pobre mudo; se imaginó aproximándose lentamente al fondo de la cueva, donde estaba el camastro del músico. Se lo imaginó durmiendo, tal vez soñando con su esposa muerta, desnudo bajo la sábana.




Se observó llegando al camastro, despojándose de la túnica en pie, despacio, bajo los rayos lunares que se filtraban por lo alto del muro. Justo entonces Orfeo se despertaba y la miraba y decía “¡Eurídice!” Lo que seguía después era demasiado hermoso para contarlo.     Siguió soñando despierta mientras el trance la iba elevando, poco a poco, liberándola del encadenamiento a las habituales percepciones humanas.

Llegó por fin la náusea y la bajada angustiosa a los niveles instintivos animales y vegetales, a los inconscientes mundos minerales, al plano de la pura energía viva desplegándose o replegándose de manera automática, en ritmos alucinantes sobre un espacio sin límites, a velocidades que causaban vértigo.

Pero ella era una psiconauta avanzada. Inspiró profundamente, pronunció la Palabra y visualizó sobre el caos de geometrías inconexas el Emblema que la conectaba con lo más poderoso de sí misma. Inmediatamente, la vibración descendente se hizo ascendente, al tiempo que las geometrías comenzaban a organizarse en espirales alrededor del centro sólido fijado en el vacío.



Cuando empezó a poder controlar su ritmo interno, siguió repitiendo las mismas escenas preparadas muchas veces, dándoles forma nítida en el astral, reforzando más y más el encantamiento. Haciendo de su voluntad un principio de manifestación, gestando la realización paso a paso.
Por fin sintió que su deseo ya era uno plenamente con el deseo de la Diosa, como cuando, a un solo gesto suyo, el coro de ménades sujetas a ella por el cordón umbilical de plata, se arrancaba a danzar en alas del delirio o se quedaban quietas, inertes y concentradas como estatuas, hasta que su grito las ponía a danzar de nuevo “No por mí, Señora, no por mí ni para mí, sino para que sea hecha tu obra y tu gloria.”


Entonces se levantó de la cama, se echó por encima la túnica y salió al sendero, segura de su poder, bajo la mirada blanca de la luna emperatriz.






Cuando llegó, silenciosa, atenta e ilusionada, ante el camastro de Orfeo, se dio cuenta, de pronto, de que no dormía sólo. Bajo la sábana, su pecho y su vientre estaban colados a la espalda de otro cuerpo que sus brazos mantenían abrazado. Se quedó de piedra al verle la cara. Era un efebo. El muchachito mudo.

Salió de la cueva de puntillas, como un fantasma. Caminó sin enterarse por donde caminaba hasta que encontró el sendero que bajaba a la casa de huéspedes.  Entonces echó a correr ciegamente montaña abajo; su túnica, medio desprendida, ondeaba tras ella bajo el claro de luna como unas alas. Corrió y corrió enloquecida, sin mirar donde pisaba, hasta que tropezó, dio varias vueltas rodando, se hirió, fue a parar a un matojo de espinos, casi desnuda, ensangrentada.






Sólo entonces abrió la boca y soltó un largo, largo, dolido y penoso lamento.

A los lobos del Rhodope casi les pareció un aullido más de una loba en celo.

62 (7)- VÍSPERA DE LUNA LLENA

VÍSPERA DE LUNA LLENA      

La sacerdotisa se sentía tan excitada aquella tarde, que convino con sus compañeras y con Orfeo pasar esa noche en la casa de huéspedes para disfrutar juntos de la víspera de la Luna Llena, ya que, en la siguiente, se celebraría una gran fiesta dionisíaca junto al río Hebro, que tendría que dirigir en persona.
Tras el anochecer y muy bien arreglada y perfumada, con una cinta de plata ciñendo su frente, consiguió que Orfeo la acompañara a ver la salida de la luna en una acumulación de enormes rocas graníticas que había en un saliente del Rhodope, a corta distancia de la cueva.

Según el disco de Artemis comenzó a asomar rojizo tras las montañas, ella percibió como todas sus potencias femeninas la poseían en una inundación ascendente. Se sintió brillante, hermosa, atractiva, cazadora, hechicera y poderosa, y en el mejor de los escenarios y de los ciclos para ejercer su fascinio. Se concentró en el espejo de la luna, dejó que saliera de sí su magnetismo como un fluido rosado y vaporoso que lo envolviese e impregnase todo en su entorno, e imaginó sensiblemente a Orfeo captado por él, igual que una abeja por el perfume de la flor, tocado en sus instintos, perdiendo el control, avanzando hacia ella, besándola, abrazándola, derritiéndose cálidamente en ella.

Pero transcurrían los minutos y nada de eso ocurría, y salió de su concentración para mirarlo de reojo. Se encontraba en pie, a su lado, paladeando con intensidad la belleza de la luna. Pero sin percatarse o sin querer asumir que la luna se personificaba en ella esta noche para amar al sol en él. Entonces decidió mirarlo directamente.
El bardo recogió la mirada y le hizo una inclinación apreciativa con la cabeza, en la que leyó que se encontraba embriagado por la belleza sagrada del momento y que ella formaba parte de esa belleza como mujer. Esperó anhelante a que avanzara y la tocara, pero no lo hizo, así que le tendió su mano.
            Él dio un corto paso y envolvió en las suyas la mano femenina, su mirada en la de ella durante un largo rato, luego llevó sus dedos a los labios y los besó, con respetuosa dulzura.

Entonces lo miró como si Orfeo fuese su árbol de poder y acarició suavemente su mejilla, llegando apenas con sus dedos a los cabellos. Era el gesto mágico largamente ensayado, imaginado y configurado en el astral, para que el bardo perdiera toda discreción y cayera bajo su encanto. 




Pero, en lugar de eso, él, muy tranquilamente, la tomó por el hombro y la atrajo a su costado, volviendo a mirar hacia la luna, como si quisiera que ella hiciera lo mismo y que todo se quedara en una emoción estética compartida por un par de buenos amigos.


Pasó el tiempo en aquella posición. Pasó tiempo de más. Su magia no surtía efecto, y su entusiasmo se congeló. Se sintió ofendida de que todo se quedase ahí, se separó de él unos pasos y dirigió su cara hacia las rocas, llena de rabia, deseando locamente que él volviera a tocarla para tener un pretexto para rechazarlo, o golpearlo, o abofetearlo, o matarlo. Pero él se quedó donde estaba, en silencio.

Finalmente, se dejó caer sentada en una peña y dio salida a su frustración, permitiendo que unas lágrimas silenciosas se deslizaran por su mejilla. Eso la alivió y rebajó su furor; también conmovió al hombre, que se sentó a su lado, a corta distancia, como queriendo darle compañía y consuelo sin tocarla.



Aguardó a ver si otras lágrimas y un sollozo, esta vez fingidos, producían algún efecto. Él empezó a hablar con mucha dulzura:
           -Aglaonice, tan bella que me duele tu belleza, tan alta mujer, tan artista, tan admirable.
Ella sollozó otra vez.
-Tan querida para mí, tan bellos los días en que me brindas el placer de tu compañía. Gracias por ellos, amiga.

Se sintió mejor, tuvo la esperanza de que las cosas se arreglarían.

-Aglaonice, tan querida, tan deseable... Pero no puedo amarte con todo el ser, como mereces. Mi corazón pertenece por completo a otra mujer.

Se quedó sorprendida, no esperaba eso -¿Qué mujer?-  Preguntó con un gemido.
Él estuvo en silencio un rato. Después dijo: -Mi esposa, Eurídice.

Aglaonice regresó su mirada hacia él, con la boca abierta, extrañada, pero, al mismo tiempo, aliviándose. Orfeo estaba preso de un recuerdo. Una rival muerta no era rival.
-Orfeo, yo comprendo tu amor y tu dolor, pero Eurídice murió hace años.
-No está muerta para mí, sigue muy viva.
-A ella no le hubiera gustado que te quedaras prendido del pasado, Orfeo. Si yo fuese tu esposa y me muriese, no quisiera dejarte esclavo de una obsesión. Te querría ver feliz, rehaciendo tu vida con otra mujer.
-Aglaonice, no puedes comprenderlo, no puedo explicártelo. Ella no está muerta para mí, cada día la amo más.
 

-¡Oh, pobre mío! -se enterneció ella, lo abrazó- ¡Pobre mío!
Él aceptó el abrazo, pero no lo devolvió.
-No digas pobre mío, soy muy feliz con ese amor.

Ella lo abrazó más fuerte. Ahora se sentía muy bien. Orfeo estaba enfermo del alma, ella lo curaría. En muy poco tiempo recuperó toda su seguridad.
Lo miró muy cerca y sonrió, mientras se enjugaba una lágrima.
-Creí que no te gustaba...-, sollozó, pero ya era un sollozo de alegría.
Él la abrazó esta vez con verdadera ternura.
 
-¡Cómo no me ibas a gustar! Gustarías a cualquier hombre, Aglaonice, pero ya te digo lo que siento... Por favor, no dejes de darme tu amistad... Hay otras clases de amor que podemos compartir.
-Siempre te amaré, Orfeo, siempre te amaré, aunque amases a otra. Mi amor por ti no es posesivo. Te amo y basta. Siempre te esperaré.
Él la miró, preocupado. No quería que se comprometiese de esa manera, no quería obsesiones imposibles de satisfacer, pero ya era mucho que se hubiese consolado. Poco más se podía hacer esa noche. Le dio un último abrazo.
La luna ya clareaba alta en el cielo.
-Vámonos a descansar, Aglaonice, empieza a hacer frío, vámonos amiga.

La cogió por el hombro, como para darle calor, y comenzó a caminar a su lado despacio, hacia su campamento. Ella aún tenía la esperanza de que acabaran la noche descansando juntos... aunque no hubiese nada más entre ellos. Pero cuando estuvieron a la vista de la cueva, él soltó su hombro.
-Ya todo el mundo se retiró a dormir; ven, te acompaño hasta la casa de huéspedes.
El sendero estaba claramente iluminado, en muy poco tiempo llegaron a la puerta del cobertizo. Ella aún esperaba algo, pero la despidió con dos besos en las mejillas y una sonrisa dulce. -Buenas noches, amiga querida, que tengas bellos sueños-. Y dio un par de pasos hacia atrás, aunque se quedó mirándola.
No quería decir buenas noches, abrió la puerta del cobertizo y la mantuvo así un momento, como invitándolo sin invitarlo a que la cruzara con ella. Él no se movía. Ella pasó adentro, lentamente, y fue cerrando la puerta muy poco a poco, mirándolo hasta el final.

Se apoyó en la pared de dentro y esperó, pero él no entró. Escuchó sus últimos pasos alejándose. Se sentía enamorada como una quinceañera.

62 (6)- COMPASIÓN MAGISTRAL

COMPASIÓN MAGISTRAL

Una tarde que se encontraban tocando juntos ante la cueva del vate, al mudito recogido por Orfeo se le ocurrió unirse a ellos con su flauta. Esto supuso una cierta osadía por su parte, ya que era muy tímido y, por lo general, cuando había visitantes delante, solía mantenerse discretamente apartado, aunque colaborando todo cuanto podía, como hace un buen criado.
No acompañó mal al grupo durante un par de canciones bien conocidas, pero luego Metis propuso un himno que tenía cierta complicación, y el pobre muchacho cometió un fallo de tono tan audible, que las tres ménades se echaron a reír y él se quedó tan colorado y confundido que, por un momento, pareció querer marcharse.




De forma sorprendente, Orfeo se levantó de su lugar habitual, se sentó a los pies del infeliz y recomenzó la pieza en el mismo tono en que el efebo la había abordado, convidándole con los ojos a que le siguiera. Él lo hizo y la maestría del vate logró, no sólo que aquella variación no desmereciera la dignidad del himno, sino que la realzara.
También con la mirada, convidó a Aglaonice, Metis y Hebe a que se unieran en el mismo tono, lo afirmó en el colectivo, y luego dirigió al grupo todo hacia tonos más altos, hasta que se recuperó la forma originaria de la canción. Cuando ya todos fluían en ella, bajó el tono con una sonrisa, grado a grado, y los devolvió a la variación alterna incorporada por el fallo del mudito, acabando con un dinámico remolino musical que iba y venía de la variación al original, arriba y abajo, en escalas bien contrapunteadas, las cuales se fundieron en un final espléndido.

Todos estallaron en una libre carcajada de satisfacción después. Aglaonice estaba admirada del virtuosismo audaz y del amor con el que aquel bardo de bardos había convertido un error en una lección de arte, devolviendo, al mismo tiempo, su autoestima y dignidad a su joven compañero.
            

62 (5)- LA FIESTA DEL DESENFRENO




LA FIESTA DEL DESENFRENO
Anópnimo Anónimo


En las ceremonias dionisíacas, Aglaonice lideraba  con brío  a su grupo de bacantes en la intimidad secreta de los bosques, durante ellas, tras ingerir una mezcla de cerveza de hiedra y distintos hongos visionarios, las ménades cantaban y danzaban dando rienda suelta a lo instintivo, hasta entrar en un juego de frenesí creciente en el que todo estaba permitido.


En el momento de mayor embriaguez, las ménades descuartizaban vivos algunos animales salvajes, se salpicaban unas a otras con la sangre, pasándose de mano en mano los despojos, mientras reían y reían y se abrazaban, tiñéndose de rojo, desgarrándolos crudos a dentelladas sin tragárselos, para provocar el afloramiento de las identidades más arcaicas del propio ser a la mente superficial, desde las honduras abismales de aquel subconsciente colectivo donde la Diosa tanto era dadora de vida como dadora de muerte.

Era una evocación de las ceremonias mágicas de las antiguas matriarcas en la pasada Edad de Piedra y una reacción de rebeldía contra el imperio del frío Mental-Intelectual, de la impositiva Razón Apolínea traída por el Patriarcado, ceremonias vedadas bajo pena de muerte a la contemplación de los hombres, excepto a aquellos iniciados de toda confianza que aceptaban travestirse para vivir femeninamente los sagrados misterios de la Gran Madre, en los que las sacerdotisas se entregaban al espíritu de su divino salvador, Dionisio, el eterno niño dios que todos llevamos dentro, para viajar a las dimensiones profundas del ser, cabalgando el trance inducido por el vino quitapenas y las plantas de poder.
Danzaban llenas de místico entusiasmo por sentir la fusión con lo infinito, abiertas a ser fecundadas e inspiradas lúcidamente por sus propios maestros interiores, los espíritus de la naturaleza, a quienes la mujer siempre estuvo más próxima que el hombre; los sabios y amorosos aliados y guías astrales, las serpientes de sabiduría oracular que habían enseñado a las primeras recolectoras el arte y la ciencia de hacerse semejantes a la Diosa.





En lo más intenso del torbellino y de espaldas a la hoguera, cubierta con una piel de loba y rodeada de perfumados vahos de incienso de Siria, Aglaonice dirigía con su flauta y sus movimientos a todos los demás instrumentos de viento, dibujando una sinuosa melodía espiral sobre la noche, a contrapunto del retumbante compás circular que marcaban los panderos, mientras alrededor de ella y del fuego rondaba frenéticamente el embriagado coro de mujeres vestidas con largos peplos de muchos pliegues, que dejaban los muslos al descubierto al bailar.

Giraban recubiertas de moteadas pieles de corza, coronadas sus cabezas de hiedras y culebras, brincando y aullando en la amplia rueda, seguidas de sus sueltas cabelleras y de sus sombras proyectadas, tal como si los seres invisibles de la floresta estuviesen participando con ellas en su danza remolineante, danza en la que las energías individuales de cada una de ellas se convertían en una sola sinergía multipotenciada de excitación orgiástica que conectaba de forma  ascensional con lo inefable, con la fuente subconsciente de la alegría más simple y más vital, sin freno alguno.
Era la terapia catárquica del desvarío provocado, aceptado y gozado de común acuerdo, de la subversión de la normalidad, de la sub-realidad, del retorno a la infancia lúdica de la especie. Era una terapia sagrada que tenía la virtud de desencadenarlas de las culpas del pasado y de las preocupaciones del futuro, que las ponía integralmente en el presente instantáneo, aquí y ahora, a plena intensidad de sentimiento, en la única realidad sensible... 
...Que transmutaba todas las tristezas y nostalgias, que proporcionaba una familia y una religión comprensivas y cómplices a las almas solitarias, que hacía sentir placer y poder en el delirio de la agitación caótica y de la carcajada liberadora... Que desordenaba los esquemas habituales, que apagaba por unos momentos la voz tirana de la lamentosa razón cotidiana, aquella que proclamaba machaconamente la insulsez y la mediocridad de la existencia, especialmente por tener que vivir en un mundo en el que las mujeres perdían cada día mayores parcelas de poder. Sus abuelas estarían avergonzadas de ellas, si lo viesen.
Ellas eran la activa resistencia de un milenario imperio de la intuición femenina contra el cuadriculado estilo de pensamiento, la vulgaridad y las insufribles limitaciones que los griegos estaban trayendo al mundo. Juntas, organizaban ruidosas protestas, y hasta destrozos, contra cualquier ofensa a su género, contra los extranjerismos, contra las modas helénicas, contra cualquier tentativa de reformar y corromper el orden y los valores que, desde siempre, sustentaban la armonía de la vida. Incluso habían recurrido a veces a la violencia, humillando o apaleando a hombres conocidos como maltratadores.
 Ellas eran el espíritu de dignidad de su sexo enfrentado a aquel rudo y creciente machismo que sólo la coacción de las espadas y los palos sostenía, y que pretendía rebajar y degradar su condición. Ellas eran la familia promiscua y tribal de siempre, construída libremente sobre las afinidades espontáneas del corazón, enfrentada al rígido modelo de unidad familiar monogámica que los aqueos trataban de imponer y que ya había contagiado a tantísimos hombres tracios, que cada día estaban más rebeldes a la sagrada tradición y que pretendían tratarlas como si fuesen griegas. Mientras ellas siguiesen danzando, la Diosa seguiría viva en Tracia.





Aglaonice, siempre en el centro, dejaba a veces la flauta y elevaba su bastón-batuta, el tirso, adornado con tiras blancas de lana, que dirigía cada cambio de tiempo en la ceremonia, acompañando su gesto con un salvaje bramido, el grito ritual que excita y anima, que era inmediatamente obedecido. Las bacantes giraban hacia un lado o hacia el otro con perfecta sincronía cuando ella lo marcaba, aumentaban su velocidad como si volasen, o se quedaban inmóviles como estatuas un instante, para seguir cuando ella daba la señal.      
 Nadie como las mujeres para ponerse de acuerdo, perfectamente armonizadas, si eran dirigidas con gracia y con firmeza desde el corazón y desde el vientre. En su imaginación operativa, la Sacerdotisa Madre sentía conectados a su cintura todos los cordones umbilicales de sus ménades y las convertía en una gran rueda generadora de pura energía de sanación psicológica.
Haciéndose antena, raiz, fuente inspiradora, directora de orquesta y danza, espejo y canal distribuidor de todas aquellas vibraciones de liberación que pasaban a través de ella como de un puente y que le hacían sentir su propio poder y utilidad, imaginaba como podría llegar a crecer aquella fuerza, como llegaría a influenciar y a contagiar a las masas, el día en que tuviese al magistral príncipe Orfeo a su disposición, como apasionado amante y perfecto complemento de su carisma por una parte, y como inspirado, inspirador y fascinante sacerdote-músico de Dionisio por la otra, para mayor gloria de la Gran Diosa.


Cuidando de no dejar su objetivo en manos del azar, Aglaonice no dudó en recurrir a la Magia como refuerzo de la consecución de sus deseos. La Magia de la mujer, que creaba la vida, también  servía para crear cualquier otra cosa. En un bosque frondoso a las orillas del río Hebro se hallaba su lugar de poder y el viejo y fuerte árbol con el que durante mucho tiempo se había identificado y hermanado. Invocó sobre él a los elementales de la naturaleza, con las antiguas fórmulas pasadas de madres a hijas durante incontables generaciones de matriarcado.
 Personificó la figura de Orfeo sobre el árbol juntando a su conjuro cabellos sueltos y pequeños objetos personales que había sustraído al bardo y practicó en él y sobre ellos, impregnándolos de sus propios fluídos, las más poderosas hechicerías que conocía, a fin de que llegara a sentirse loco por ella, que la viera como la más bella y deseable de las mujeres y que se estableciese entre ambos una ligazón indestructible.




Durante dos lunas recogió el sagrado rocío, lo asperjó con conjuros sobre sus amuletos y fue reforzando con su concentración, muchas veces en trance, y alimentando con sacrificios y ritos, la semilla astral de lo sembrado en el árbol, a fin de que fructificase en el plano físico y en el ciclo más propicio, tras una buena gestación.